Me miraste a los ojos y me dijiste que la culpa era tuya por
haberte enamorado de un semáforo en rojo. Parpadeaste todas las veces que se
pueden parpadear en una vida, pero no mentías. Luego te fuiste dando un portazo
que me sonó al acorde de si mayor séptima. Y mi octava maravilla de repente se
había ido por la puerta. Aquella madrugada no lloré. Pero callé toda la semana
de después. Y me puse muy melancólica mientras Bukowski hablaba en mi pantalla.
Y leí poemas de amor. Seguidos. Uno detrás de otro, el número quince lo leí
varias veces, cinco, seis, siete seguidas. El poema quince habla de echar de
menos. Pero yo no sé echar de menos. Me he estudiado ocho mil instrucciones en
verso para una correcta añoranza. Pero lo que yo tengo aquí sólo se parece. Y
no me sirve. Y tú lo sabes.
Y hoy he decidido que el mejor epílogo para nuestra historia
es el día que te fuiste. Tenías los ojos más negros que de costumbre, como
dejándome entrever la tormenta que se me avecinaba cuando caminabas hacia mí
como el toro que nunca has sido. Y ahí estaba yo, menos preparada para tu
embestida de lo que lo habría estado cualquier atardecer entre tus dedos. Y le
echaste los huevos que jamás tuviste para quererme. Y que yo jamás te pedí,
porque al fin y al cabo aunque me dieras amor del cobarde, siempre fui yo la
que peor bailaba de los dos. Y de ahí, de tu miedo y mi mierda, surgió la
eterna deuda que tan mala pinta tenía, pero que ninguno de los dos quería saldar. Por
eso jamás nos dimos lo que pedíamos. Para no dejar de necesitarnos.
Pero te cansaste de mis trueques, de cambiar tu romanticismo
por mi rococó, de las veces que yo estaba saliendo de tu portal en vez de
fumándome el cigarro de después en tu salón. Y decidiste deshacerte del David
de Miguel Ángel que hice con la cera de todas nuestras noches en vela. Y cuando
te vi desaparecer por una calle que no llevaba a mi casa, sonreí sabiendo que
me pedirías que subiera en diez minutos a tu piso. Ahora sonrío de la misma
forma sabiendo que no vas a volver. No he llorado ni una sola vez. No he
pensado en ti. No te nombro.
Y tampoco levanto la cabeza cada vez que me roza tu olor en
cualquier acera, para que nadie note que en el fondo, no he dejado de sentirte.
Y que ya apenas nos recuerdo.