miércoles, 24 de septiembre de 2014

XV

Me miraste a los ojos y me dijiste que la culpa era tuya por haberte enamorado de un semáforo en rojo. Parpadeaste todas las veces que se pueden parpadear en una vida, pero no mentías. Luego te fuiste dando un portazo que me sonó al acorde de si mayor séptima. Y mi octava maravilla de repente se había ido por la puerta. Aquella madrugada no lloré. Pero callé toda la semana de después. Y me puse muy melancólica mientras Bukowski hablaba en mi pantalla. Y leí poemas de amor. Seguidos. Uno detrás de otro, el número quince lo leí varias veces, cinco, seis, siete seguidas. El poema quince habla de echar de menos. Pero yo no sé echar de menos. Me he estudiado ocho mil instrucciones en verso para una correcta añoranza. Pero lo que yo tengo aquí sólo se parece. Y no me sirve. Y tú lo sabes.
Y hoy he decidido que el mejor epílogo para nuestra historia es el día que te fuiste. Tenías los ojos más negros que de costumbre, como dejándome entrever la tormenta que se me avecinaba cuando caminabas hacia mí como el toro que nunca has sido. Y ahí estaba yo, menos preparada para tu embestida de lo que lo habría estado cualquier atardecer entre tus dedos. Y le echaste los huevos que jamás tuviste para quererme. Y que yo jamás te pedí, porque al fin y al cabo aunque me dieras amor del cobarde, siempre fui yo la que peor bailaba de los dos. Y de ahí, de tu miedo y mi mierda, surgió la eterna deuda que tan mala pinta tenía, pero que ninguno de los dos quería saldar. Por eso jamás nos dimos lo que pedíamos. Para no dejar de necesitarnos.
Pero te cansaste de mis trueques, de cambiar tu romanticismo por mi rococó, de las veces que yo estaba saliendo de tu portal en vez de fumándome el cigarro de después en tu salón. Y decidiste deshacerte del David de Miguel Ángel que hice con la cera de todas nuestras noches en vela. Y cuando te vi desaparecer por una calle que no llevaba a mi casa, sonreí sabiendo que me pedirías que subiera en diez minutos a tu piso. Ahora sonrío de la misma forma sabiendo que no vas a volver. No he llorado ni una sola vez. No he pensado en ti. No te nombro.

Y tampoco levanto la cabeza cada vez que me roza tu olor en cualquier acera, para que nadie note que en el fondo, no he dejado de sentirte. 
Y que ya apenas nos recuerdo. 

domingo, 14 de septiembre de 2014

Domingo

Recógeme.
¿Tengo que estar rota o resquebrajarse vale?
¿Por qué todo el mundo habla del amor? Quiero decir, ¿existe?
No reniego, sólo es que no me fío.
Y quiero volver a la Tierra pero estas malditas alas salvajes me tienen todo el día volando por los aires.
Como cuando me estalla el corazón al mirarte a los ojos, y tú te apartas.
Y tú, tú, tú, todo el rato.
Pero tú, el fracaso que supones, duele porque es un fracaso más.
Otra vez.
Caerse y ver cómo se van.
Porque ellos tienen sus propios asuntos, claro.
Porque si yo me doy la vuelta ellos no me abrazarán por la espalda. Ellos sólo se irán.
Es lógico.
Soy ilógica.
¿Y cómo les explico que necesito unos dedos entre mis costillas?
Decirlo sería hacerlo realidad. Y hacerlo realidad sería admitirse vulnerable.
Y eso nunca.
¿No?
¿Merece la pena dejar que te hagan un poquito de daño si eso implica encontrar unas manos que asumirán cortarse con tus pedazos sólo para volver a construirte?
Por Dios, ¿puede alguien responderme?
Ah, claro. Están en sus asuntos.
Se sienten solos, inseguros.
Les rompen el corazón y lloran.
Eh, yo también quiero palabras que encierren lo que tengo yo. Aquí.
A lo mejor si las pronuncio esto se hace real.
Porque el no saber, de tan tóxico, digo yo que algún día será mortal,
Bueno, algo sí tengo claro.
Y es algo que vais a leer pocas veces, así,
Que no voy a escribir casi nunca,
Quiero sentirme débil ante un alma,
Quiero sentirme pequeña ante unos ojos.
No quiero ser siempre la fuerte.
Ser fuerte es útil.
Pero ser frágil es humano.
Y para sentir las cosas más maravillosas del mundo hay que ser frágil.
O eso me hacéis creer.
Frágiles y felices.