domingo, 8 de diciembre de 2013

Carta de un enamorado a una musa que no existe

Me encantaría poder decirte
que no me pesan las mañanas
sin tus curvas iluminando el sol
que entraba
por mis ventanas,
pero ya te mentí demasiado
cuando te juré
que el alma no se me caería al suelo
en cuanto doblaras esa esquina.

Luego estaban tus lágrimas
una por cada paso mío
por el camino de la amargura,
ése, lleno de bares
de los que ahora soy preso,
dueño y señor de los desvelos
como solía serlo
del velo que cubría tus piernas.

No me alivia pensar
que jamás lo perderé todo que
tu ausencia se me ha metido entre las uñas,
y no piensa irse jamás.

Mira,
en esa columna vertebral me maté yo,
quizás te suene
(la llevas puesta).

En la maleta, en cambio,
llevas cada sonrisa que parí sin esfuerzo
y con la epidural
de tus noches
en mi espejo.

Y, si aún tienes por ahí mis ganas,
dilas que sólo quiero que vuelvan
si lo haces tú con ellas.

Pero, cierra ya los ojos,
que quiero apagar la luz de mis adentros,
y por querer,
quiero hasta tus suspiros.

Así que vete,
con todo lo que soy,
pero hazme un favor y
llévate el invierno,
que a mí aquí me pesa demasiado y tú,
bueno,
tú siempre fuiste la reina del frío,
y la emperatriz
del calor
de mis sábanas,
comidas por los ácaros
desde que tu olor no tapa sus rotos.

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