miércoles, 3 de mayo de 2017

la niña y el lobo

La Niña Silencio permanecía impasible, de pie ante el gigante lobo gris.
"¿Qué vas a hacer?". El lobo apenas susurraba, pero sus palabras retumbaban en el cráneo de la Niña Silencio como truenos ensordecedores. Ella le miraba con sus enormes ojos grises abandono, respirando despacio, inmóvil, con una tristeza tan honda que resultaba hasta insolente.
"Tienes que hacer algo. ¿Qué vas a hacer?". Ella no respondía. Apretaba los puños con fuerza pero sin rabia, conteniendo un suspiro interminable. El lobo hablaba acercando su rostro al de la Niña Silencio, tanto que podía percibir el olor de su aliento, contar sus dientes y verse reflejada en su saliva. 
"Dime, ¿qué vas a hacer?".
Como estaban frente a frente, el lobo no podía percibir cómo los omóplatos de la Niña Silencio se iban expandiendo debajo de la piel, aumentando su tamaño mientras ella, quieta, mantenía la mirada de la fiera. El lobo cada vez encontraba más inquebrantables las pupilas de la niña, que parecían dos muros de hormigón azabache. La piel que recubría la parte superior de la espalda de la Niña Silencio comenzó a agrietarse.
"¿Qué vas a hacer? Tienes que hacer algo" insistía el lobo, incansable. 
De las grietas empezaban a salir pequeños hilos brillantes de color negro, un negro infinito, profundo como la Tierra, descomunal como la muerte.
"¿Qué vas a hacer?" y los hilos no paraban de surgir de las escápulas de la Niña Silencio y se iban agrupando, algunos formando cálamos y raquis, otros recubriéndolos. El lobo, al percatarse de la gran masa negra que asomaba por detrás de la niña, dio un paso atrás casi involuntario, rugiendo:
"¡Tienes que hacer algo!"
Mientras, en la espalda de la Niña Silencio se formaban dos enormes alas oscuras de plumas duras y afiladas que contrastaban con su pequeña estatura y su piel de alabastro. 
Al terminar de armarse, las alas comenzaron a batir levantando torbellinos de polvo en la tierra que ambos pisaban.
"¿Qué vas a hacer?" bramó el lobo, sobrecogido y aterrorizado.
Ella, sin que su sereno gesto se alterara lo más mínimo, despegó los pies del suelo y se elevó despacio sobre la cabeza del lobo, batiendo sus alas al ritmo de un silencio estremecedor.
"¿Qué...?" antes de que el lobo pudiera terminar la frase, ella desaparecía entre las nubes con una tormenta en la mirada y el cielo encerrado en su caja torácica, volando imparable, irremediable, inmensa. 
Nadie ha vuelto a verla.
El lobo no ha vuelto a hablar, sumido en un recuerdo sin fondo como los ojos de la Niña Silencio.




Este relato está inspirado en el libro La niña silencio, de Cécile Roumiguière y Benjamine Lacombe.

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